Pi. (El orden del caos). Darren Aronofsky. USA 1998. 85 min. Blanco y negro.

por Julio Ortega Bobadilla / @PsicoanalisisCP

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La extraordinaria y complicada película Pi es la opera prima — denominación que se da a los debuts fílmico —  de Darren Aronofsky, quien a los veintinueve años y con el apoyo de escasos 60 mil dólares para su producción recopilados en bonos de 100 dólares entre amigos y conocidos, realizó un filme de 16 mm. en blanco y negro, que sacudió uno de los foros de cine experimental, más  apreciados en el mundo: el Sundance Festival. El gran Jurado le otorgó el premio como mejor película ese mismo año, y gracias a ese éxito se sentaron las bases, para que la productora Artisan Entertainment se forjase una fama que le permitió después patrocinar una película extraña y atrevidamente descuidada que aún divide los gustos de los cinéfilos: La Bruja de Blair.

Conocemos también ahora a Aronofsky por otra películas como Réquiem por un sueño (2000), El luchador (2008) y El cisne negro (2010).

Sean Gullete interpreta con mucha verosimilitud a Max Cohen, un brillante matemático que habría realizado su primera publicación científica a los 16 años y su doctorado a los 20, pero que vive de manera infrahumana en un apartamentucho bajo seis cerraduras, que por dentro, parece el intestino grueso de una computadora gigante.

La obra maestra, difícil de  clasificar, podría ser descrita como una película experimental de ciencia ficción mezclada con novela negra, cargada de elementos de crítica social y filosófica. Mezclados en el crisol del drama psicológico, éstos elementos, producen una tragedia surrealista de contenido extraño y fascinante.

No es fácil hablar de este film sin reducir al absurdo la gama de temáticas que abarcan un sinnúmero de relaciones simbólicas que podrían analizarse desde diferentes  perspectivas. La lógica de borde, liminar como diría Barthes, atraviesa todo el film y nos habla de distintas significaciones posibles que coexisten a un tiempo y muestran al espectador que la realidad no tiene una sola cara.

Nuestro personaje de tintes kafkianos, cuando no está en el piso atormentado de muerte por espantosos dolores de cabeza o jugando Go con su jubilado maestro Sol Robeson (Mark Margolis), piensa, que la realidad puede ser entendida en términos matemáticos e intenta buscar en su diversidad patrones, que puedan hablar de una cierta regularidad en lo que aparece a simple vista como un todo desorganizado. Comparte su visión del mundo con la escuela Pitagórica de la antigua Grecia, pero también, con los investigadores que han surgido a partir de la generalización del uso de las computadoras y que trabajan en el campo de la Teoría del Caos.

Es un hombre solitario, atormentado por dolores de cabeza desde niño, que toma innumerables píldoras para reducir sus martirios. Su sistema es completamente pitagórico y asume que 1) Las matemáticas son el lenguaje de la naturaleza 2) todo lo que rodea al hombre puede ser representado y entendido según el lenguaje de las matemáticas 3) si se grafica cualquier fenómeno, surgen claves que permiten afirmar que hay una regularidad en la naturaleza.

Pitágoras pensaba que había descubierto la clave del enigma del universo al observar lo que él pensó era una armonía de la naturaleza con las razones numéricas. De hecho el número Pi ocasionó graves trastornos a su concepción del mundo y les obligó a ocultar su descubrimiento ante su tiempo, temiendo que se generaran conclusiones adversas a su modo de filosofar.

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El nombre de su monstruo de cables de nombre Euclides, sugiere que la temática le fue sugerida al director, por este tipo de enfoque que ha tenido sus mayores éxitos en fenómenos más o menos simples y que no ha podido extender sus conclusiones sobre el llamado “efecto mariposa” más allá de la especulación imprudente.

De hecho, la búsqueda de un orden en la naturaleza ha sido una de las pretensiones más apremiantes del hombre ante eso que Lacan denominó con el registro de lo Real y que en la filosofía  tiene un nombre propio concebido por el genial filósofo de Koënisberg, Inmmanuel Kant: el nóumeno.

La búsqueda de un orden de las cosas es una tendencia de buscar regularidades en la naturaleza que adoptará la forma de la mathesis especialmente en el renacimiento y que reducirá las cosas a una medida o a una fórmula que da cuenta de lo complejo a través de una síntesis que puede transmitirse en forma sencilla. El saber, entonces, se nutre de la constitución de una lengua pasible de perfección que toma como modelo la combinatoria es así como se crea el enfoque de Leibniz  y el cálculo de Condillac.

Se crearán entonces los diccionarios, conjuntos de representaciones que pueden ser correlacionadas entre sí. El hombre habla, clasifica, intercambia, tratando de encontrar una coherencia a su mundo. El lenguaje es un medio de análisis que constituye discursos según reglas, su función es establecer un orden sucesivo en la simultaneidad de la experiencia. Se trata de establecer una gramática general independiente de toda historia  y de toda lengua, nos dice Foucault en Las palabras y las cosas, un “estudio del orden verbal en su relación con la simultaneidad que está encargada de representar”. El fundamento de todas las proposiciones se basa en un verbo: Ser.

En torno a él se articulan las cosas por nombre y adjetivo, formando un “cuadrilátero del lenguaje” (proposición, articulación, designación y derivación) cuyo fin es “atribuir un ser a las cosas y nombrar su ser en este nombre”. La lengua que se busca constituir es una lengua universal que reconstruye la “génesis única y valedera para cada uno de los conocimientos posibles en su encadenamiento”. Los mismos fenómenos se encuentran en todas partes sin importar su ubicación temporal o espacial.

El pensamiento se atiene a las realidades más visibles: la riqueza y el intercambio, propiedades relacionadas con un mundo en el que la actividad mercantil es dominante. En este context, para el pensamiento clásico, los sistemas de la historia  natural y las teorías de la moneda y del comercio tienen las mismas condiciones de posibilidad que el lenguaje mismo.

Esto quiere decir dos cosas: primero, que el orden en la naturaleza  y el orden en las riquezas tienen, para la experiencia clásica, el mismo modo de ser que le orden de las representaciones tal como es manifestado por las palabras; y segundo, que las palabras forman un sistema de signos suficientemente privilegiado, cuando se trata de hacer aparecer el orden de las cosas, para que la historia  natural, si está bien hecha, y para que la moneda, si está bien regulada, funcionen a la manera del lenguaje. Lo que el álgebra es con respecto de la mathesis, lo son los signos y, en particular las palabras con respecto a la taxonomía: constitución y manifestación evidente del orden de las cosas.

Sin embargo, el panorama empírico de la Modernidad traerá como consecuencia un discurso en el que el lenguaje se dispersa. La representación no será más que un efecto de superficie atribuible al hombre. El orden pertenece ahora a las cosas mismas y a su ley interior, este movimiento da lugar a filosofías “materialistas” que rehuyen cualquier soporte metafísico. Se rompe, en este momento, la posibilidad de una mathesis universal.

En 1908, el matemático francés Henri Poincaré ensayó con sistemas matemáticos no lineales, habiendo llegado a ciertas conclusiones que, son un antecedente histórico y conceptual de la teoría del caos.

Poincaré partió del esquema laplaceano según el cual, si conocemos con exactitud las condiciones iniciales del universo, y si conocemos con exactitud las leyes naturales que rigen su evolución, podemos prever exactamente la situación del universo en cualquier instante de tiempo subsiguiente. Hasta aquí, todo bien, pero ocurre que nunca podemos conocer con exactitud la situación inicial del universo, y siempre estaríamos cometiendo un error al establecerla. En otras palabras, la situación inicial del universo sólo podemos conocerla con cierta aproximación. Aún suponiendo que pudiéramos conocer con exactitud las leyes que rigen su evolución, nuestra predicción de cualquier estado subsiguiente también sería aproximada. Hasta aquí tampoco habría problema y podríamos seguir manteniendo el esquema determinista ya que lo aproximado de nuestras predicciones no serían adjudicables a un caos en la realidad sino a una limitación en nuestros conocimientos acerca de las condiciones iniciales. Efectivamente, los deterministas alegan que no es que los acontecimientos sean imprevisibles, sino que simplemente aún no hemos descubierto las leyes que permitan preverlos. Dicho sea de paso, a esto se opondrá Prigogine (c): el caos es imprevisible por naturaleza, puesto que para preverlo sería necesaria una cantidad infinita de información.

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Pero precisamente la incapacidad del hombre por pronosticar en forma exacta los acontecimientos, y dar cuenta del mundo que le rodea, conduce a una crisis de la representación, así, la cultura europea se inventará un campo problemático que no toma como preocupación principal a las identidades, sino a fuerzas ocultas referidas a un sustancia que atiende a razones como el origen, la causalidad y la historia. Se constituyen tres modos de saber que fundan a su vez tres disciplinas: la biología, la economía fundada sobre la producción, y la filología. Términos como “posibilidades del Ser”, son reemplazados por: “condiciones  de vida”. Toda esta historia de la búsqueda de un saber es la que funda nuestra modernidad y el enfoque empírico de las ciencias tal y cómo lo conocemos de la manera más positivista y tradicional.

En el filme, la pasión del protagonista por los números le hace tener un contacto erótico con su máquina, al punto que, en su perversión sexual prefiere el trato con cables y chips al de su simpática vecina hindú, quien estaría dispuesta a ofrecerle para revisión exhaustiva su hardware sin mayores problemas. Lamentablemente, Max prefiere las máquinas y las relaciones numéricas a las personas… ni siquiera da uso a su habilidad para procurarse una vida mejor fuera del Barrio Chino neoyorkino.

En su desinterés por el mundo y finalmente la existencia concreta de las cosas, no se aleja mucho — infortunadamente —  de ciertos filósofos analíticos que todo lo razonan en términos de axiomas, proposiciones  y conclusiones.

Se comporta en lo cotidiano como si odiara la vida, por no ajustarse del todo, a la exactitud de los cálculos que pueden hacerse a través de una máquina. Como una curiosidad les indico que el número que él busca,

Su alter ego Euclides se quema al tratar de encontrar una secuencia de números relacionados con “un patrón” de los movimientos de la Bolsa. Sus estudios no pasan inadvertidos para un grupo de ambiciosos corredores que sin ningún freno moral buscan su beneficio y lo acosan para que les proporcione datos para controlar el mercado.

No sabemos cómo, pero otro grupo — judíos fundamentalistas de la secta hasídica — lo trata de contactar con el fin de que les ayude en sus elucubraciones y pesquisa del “verdadero” nombre de Dios que los situaría a un paso del Paraíso Perdido.

Max sufre en su búsqueda, de horrible imágenes de pesadilla que no hacen sino representar su propio dolor y fin trágico. En el extremo de su sufrimiento persigue el rastro de sangre de uno de sus fantasmas alucinados (proyección de su propia locura) que le lleva a contactar con un repulsivo cerebro sin cuerpo que late como un horrendo molusco en los estertores de la muerte. Ese cerebro sin cuerpo es él mismo.

La pesadilla de nuestro atribulado héroe se complica. Tiene que lidiar con dos grupos de fanáticos cuyos fines parecen diferentes (la conquista del Paraíso y la hegemonía económica) pero cuyos medios hablan de una unidad de intención que puede pasar sobre las personas sin reparar en costos. Por cierto, llama la atención que el mismo número que representa a Dios, controle la bolsa, cree huracanes, rija las espirales de las conchitas de mar, los dibujos de Da Vinci plasmados en región aúrea, o se manifieste como muestra de la inteligencia artificial tan buscada como deseada por los investigadores de algunas universidades.

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Sus “compañeros” judíos que se han portado aparentemente decentes llegan a espetarle finalmente en su cara que no es puro y por tanto no comprende el mensaje que porta, que sólo es el recipiente de un nombre dirigido a personas santas. El fin justifica los medios y él debe obedecer sin reparar en la justeza o injusticia de esos que se consideren seres humanos más puros que otros, exactamente como lo hicieron los nazis en la segunda guerra mundial cuando eliminaron por impuros a siete millones de judíos y, hecho poco conocido, también exterminaron 20 millones de soviéticos.

La trama sigue un camino fascinante que es bien dosificado al público por una cámara claustrogénica acompañada de una música electrónica tensa y nerviosa compuesta por Clint Mansell integrante del grupo: Pop Will Eat Itself band.

Tras de desechar la palabra de su maestro Sol sobre la no existencia  de una esencia del universo ejemplificada por la no repetición  de dos juegos de Go iguales (y el sabio consejo que le advierte que la especulación sólo le llevará a la numerología fuera de las matemáticas), Max decide llevar a las últimas consecuencias su investigación.

Obtiene nuevamente el patrón de Patrón de las 216 cifras, y empieza a encontrar regularidades en todo, pues su convicción es que ha sido predestinado a ello. La conciencia de ese patrón parece serle finalmente insoportable. Somos seres poblados de sentido  y en búsqueda constante de él, pero el sentido único y fijo nos es insoportable, quizá porque éste no puede ser más que un absurdo sin sentido. El Creador se le revela así como un monstruo sin voluntad, como un organismo natural que como el Dios de Spinoza no cuida más de sus criaturas porque han dejado de importarle.

Esta visión única que rebasa la razón humana le impulsa a raparse y cuadricular alrededor de la extraña cicatriz que tiene su cabeza, para decidir en el dramático final ¾tras destruir el número refulgente¾ taladrarse la cabeza en busca de una paz sólo asequible en el estado de inconciencia.

La película termina como empezó, con el recuerdo del protagonista de haberse quedado ciego a los seis años por mirar al Sol. Aronofsky pareciera querer decirnos que no estamos hechos los seres humanos para mirar al astro rey, ni a la verdad de frente a no ser de quedar ciegos para siempre.

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